Era un día como
cualquier otro. Un miércoles más. Para dos familias de dos de mis estudiantes,
lo que sucedió estará por largo tiempo en sus memorias. Una discusión alrededor
de un chisme terminó en una agresión verbal y física no solo entre estudiantes,
que es reprochable, sino entre el padre de una, y la otra.
No imagino que
debe sentir un padre de familia al ver
que una persona totalmente ajena a la familia agreda físicamente en la cara a
su hija. Eso pasó ese miércoles. Sin mediar palabra el adulto le levantó la
mano a la estudiante que no era su hija y terminó por romperle la nariz y el
labio superior.
Improperios,
gritos, vulgaridades, y hasta amenazas hicieron su lamentable ingreso al
colegio. Todo sucedió en la puerta de este. Celadores, padres de familia,
estudiantes y directivos presenciaron lo ocurrido.
-¿Qué pasó,
marica? (así hablan los estudiantes)
- Un papá que
rompió esa china.
- ¿A cuál?
- Ah, a esa, la que
está llorando.
- Uy, mucho….
La policía llegó.
Lo primero que tuvieron que hacer fue separar a la chica golpeada porque le
estaba aruñando la cara a la esposa del hombre que primero la había agredido. De
telenovela, decían algunos que miraban con asombro y morbo desde las ventanas
de los salones aledaños.
La autoridad
aconsejó el dialogo. La agredida menor de edad y sus padres salieron a poner el
denunció. La segunda familia, salió a hacer lo mismo. Miradas rencorosas acompañaron
la despedida que nunca existió.
Más allá del
hecho bochornoso queda la sensación que hay días en que la violencia vence las
palabras. En un país como el nuestro, donde todo se arregla a los golpes, a las
patadas, a los chuzones, y hasta a las balas, la palabra decente y el dialogo
constructivo está quedando a un lado.
Es el papel del
sistema educativo hacer aportes y hacer todo lo posible porque el verbo, la
oralidad y la escritura, el dialogo y el debate se sobrepongan sobre la
violencia. Pero también es cierto que es en casa donde nos hacemos personas.
Porque las personas se hacen.
John Anzola.
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