Acabo de escribir en Twitter que la escritura libera. Hace mucho no lo hago y me siento cargado, literalmente. Tengo tres blogs en los que escribo regularmente y, aunque creo que no me leen muy regularmente porque la mayoría de los textos son regulares, espero publicar estas líneas en dos de ellos.
Para contar tengo mucho. Por un lado, este año me entregaron la gran responsabilidad de ser coordinador virtual de la Facultad de Ciencias Jurídicas, Sociales y Humanísticas en la FUAA. Gran reto. Gran responsabilidad. En dicha labor me encuentro desde el 26 de enero de este año. Hasta el momento estoy muy contento. Cada día aprendo. Pero tengo que decir que extraño el aula de clase, extraño los estudiantes, las conversaciones, etc.
Hoy me encontré a dos estudiantes que me saludaron de manera muy amena. Me vieron y me recordaron. Me dijeron que estaban en quinto semestre, y recordaron que les dicté clase cuando estaban en primero. Me alegró el saludo. Me recordaron el aula y todo lo que allí pasa.
Soy docente, espero algún día llegar a ser maestro, y de eso hablaré más adelante. Ahora tengo la oportunidad de ser tutor virtual. Es una bonita oportunidad para compartir con estudiantes algunos elementos importantes sobre las temáticas de las clases, pero no es lo mismo. No digo que se aprenda o se enseña menos, pero sí, por ahora, se comparte menos.
Dentro de lo que tengo que contar, también quiero decir que gracias a Dios he terminado mi maestría. El día miércoles presenté el examen de sustentación cuyo veredicto del jurado fue APROBADO. Me felicitaron. Alguien me dijo que ahora sí era maestro, maestro longaniza. Me gustó comentario. Sobre todo el de longaniza.
A raíz de tan magno evento he pensado en qué significa ser maestro. Y ser maestro en la universidad, también en el colegio donde laboró, también en mi casa. En este momento no lo tengo claro, pero lo que sí sé es que el título de maestro no lo da un diploma o un certificado. El ser maestro lo da la vida. La vida de la academia. La vida con los estudiantes.
Publico esta entrada en los dos blogs porque creo que puede ser interesante para… para uno que otro lector, y para mí cuanto tenga 20 años más. Será el texto que escribí cuando terminé la maestría en el año que tuve que dejar en aula de clase debido a un ascenso. Entonces sentiré algo de vergüenza ajena de mí mismo, y me preguntaré por qué escribí esto.
Quiera Dios que pueda recordar que lo escribí buscando libertad, porque la escritura libera.
John Anzola
22 de febrero de 2015.
Los docentes son seres humanos como los estudiantes. Van al baño a hacer lo mismo que los estudiantes, se bañan sin ropa como cualquier mortal, comen, duermen, se les infla el estómago por comer más de la cuenta, les ponen los cachos, tienen sexo. etc. Son mortales. ¿En qué momento se les olvidó eso a quienes se creen que están en un pedestal por tener un carnet que dice “docente”?
En tres de los cinco grupos de clase que oriento este semestre me hice pasar, el primer día, como estudiante. El primer día siempre pasan cosas. El primer día de colegio alguien se burla de uno, o uno se burla de alguien. El primer día de clase alguien lo sorprende a uno, o uno logra sorprender a alguien. La “broma” no la hice con la intención de molestar a alguien, la hice con el fin de significar algo: el aprendizaje no se da entre diferentes, se da entre iguales.
Se acabó. Muchos estarán ya en plan de descanso. 16 semanas se pasan volando. Recuerdo la primera semana de clase, en uno de los grupos - que no voy a decir cual - tuve que mostrarles mi carnet para que me creyeran que era el profesor. En otro grupo, había una estudiante que me miraba con una seriedad que me asustaba, como si no me creyera; no regresó después del segundo corte. Estoy por pensar que nunca me creyó.
Todas las mañanas hacía el mismo recorrido. Cada mañana era igual a la anterior hasta que sucedió lo que le sucedió.
Era su costumbre entrar a empujones a uno de los articulados, si no lo hacía llegaba después de la hora. Si se demoraba más de 10 minutos esperando, llegaría 25 minutos después. Ese era su horario. Limitado. Lo importante no era viajar, sino llegar, por eso no importaba cuanto tuviera que empujar y apretarse con otra persona. El trabajo era un deber. Transmilenio era una obligación.
En esas idas y venías, y sin saber cómo, para pasar el tiempo del recorrido, comenzó a escuchar conversaciones ajenas. Esas conversaciones entre dos que todo el mundo escucha no porque hablen muy duro, sino porque están muy cerca unos de los otros. En algunas ocasiones terminó por participar en una conversación a la que nunca le invitaron: sonreía, hacía gestos, abría los ojos cuando escuchaba algo asombroso, y hasta opinaba mentalmente mientras escuchaba.
Con el tiempo escuchar no fue suficiente. En Transmilenio muchos van solos. Escuchan música, meditan, rezan, leen (aunque pareciera una misión imposible teniendo en cuenta la cantidad de personas que deben ir apretadas en un articulado). Un día tuvo una idea ¿y si fuera posible “escuchar los pensamientos” de quienes viajaban solos?
Comenzó por concentrarse mucho en la persona de quien quería escuchar lo que pensaba. La vista fija en sus ojos y rostro del elegido era la mejor técnica. Concentración. Concentración. Mirada fija. Mirada fija. Pasó por loco, por entrometido, hasta por marica. ¿Qué es su miradera, le gusté?, le dijo uno de esos pasajeros hombres que tiene cara de pocos amigos.
En uno de esos viajes, cansado de no tener éxito con su técnica, cerró los ojos, como cuando los que madrugan mucho cierran los ojos y se quedan dormidos en el bus sin importar que vayan de pie; de pronto, comenzó a escuchar voces a su izquierda. Se concentró. Escuchaba las voces. Abrió los ojos de repente, era una señora hablando por teléfono. Volvió a cerrar los ojos. Entró en un estado de somnolencia, dormido pero despierto, al otro lado pero todavía en este, fue así como comenzó a escuchar los pensamientos.
Lo primero que escuchó fue lo que pensaba una muchacha que viajaba a su lado. Él tenía los ojos cerrados, ella escuchaba música. Bueno, lo primero que comprobó era que no escuchaba música, solo tenía los audífonos en las orejas para evitar que algún aparecido le dirigiera la palabra, le pidiera la hora, o le dijera alguna bobada. Ella pensaba en el jefe. No se lo aguantaba, era un pedante maluco que se creía mejor que todos por el solo hecho de ser jefe. Le tenía bronca. Cada día le caía peor.
De pronto, sin poderlo prever, la comunicación se cortó. Él no puedo escuchar más sus pensamientos. El articulado hizo su séptima parada, Marly. Ella se bajó.
La alegría era desbordante. Lo logró. Podía escuchar sus pensamientos. Tuvo lástima de ella. No se valía tener un jefe tan canalla.
Ese mismo día, de regreso, hizo el mismo ejercicio, pero no lo logró. Al rojo articulado se subió un vendedor, de dulces, de galletas, de algo así. Saludo, nadie respondió. ¿Qué puede pensar un vendedor al que nadie le responde ni siquiera el saludo? ¿Qué puede pensar un pasajero cansado de todo un día de trabajo cuando un vendedor se sube a despertarlo? Ese día no lo supo.
Pasaron tres viajes hasta que logró escuchar otros pensamientos. Después de mucho esfuerzo logró que llegaran a sus oídos los pensamientos de un niño. Tendría 12 años.
(Por favor, por medio de un comentario continúe o termine el "cuento")
John Anzola
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